Cuando empezó el concierto de Thirty Seconds To Mars, no cabía un alfiler en el recinto. Muchos de ellos atraídos por la figura de su cantante y líder, el también actor Jared Leto. Él y sus colegas deben pensar que ser Placebo es fácil; lástima que se olvidasen del asunto del talento. Leto ni canta, ni toca, así que tira de lo que otras estrellas de medio pelo en sus mismas circunstancias: hacer gala de lo mucho que se quiere. Desde el primer momento, su concierto se basó en una excesiva colección de muletillas de directo, gritando al público que saltase, que cantase y que le adorase.
Su legión de fans, eminentemente femenina y muy joven, se entregó a los encantos del actor, pero gran parte del público observaba extrañado el espectáculo preguntándose qué tenía de especial todo aquello. Leto pidió al público que corease el estribillo de Search and destroy mientras la letra de la canción se proyectaba en las pantallas (haciendo más evidente aún lo ridículo de la misma) y, al no encontrar respuesta, paró el tema y soltó un discurso al personal hasta que lo consiguió. En ese momento, no sé por qué, recordé aquella estupenda escena de El club de la lucha en la que a su personaje le parten la cara a base de bien.
Por lo menos había lucecitas y videos absurdos y Leto se tiró el rollo subiendo a casi un centenar de fans al escenario en un momento bastante quedón; pero, de música, nada de nada. Un último apunte: ver a Leto cantar con su guitarra acústica un tema contra la guerra, mientras en las pantallas se proyectan fotos de soldados y citas de Einstein o Platón, es una de las cosas más obscenas que se pueden ver sobre un escenario. Y ver al batería del grupo simular que toca una intro disparada por un secuenciador es, sencillamente, patético. Adonde va a llegar esto del playback, madre mía…
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