Suena esa música inconfundible… Los cinco minutos diarios de adrenalina han llegado. El profesor, desesperadamente, intenta resumir su explicación en tres palabras mendigando los últimos segundos de la hora para poder concluirla; lo cual le es inútil puesto que los alumnos, alocados, abandonan la clase para poder aprovechar estos pocos minutos de descanso. Allí me encuentro, solo ante el profesor que todavía sigue aturdido por la marabunta de gente sin saber qué decir. Cojo el sombrero y el látigo, la aventura ha comenzado.
Decido dar el primer paso, el pasillo se alarga unos metros más de lo debido, la situación es extrema. Dos machos peleándose a la derecha, a la izquierda dos hembras chillando y aullando por razones desconocidas… A veces sospecho estar realizando una expedición en el mismísimo Amazonas. El paraje que rodea los aseaos se encuentra completamente anegado como si de una albufera se tratara. Echo en falta no haber traído las katiuskas pero el tiempo apremia; así pues, introduzco el pie en la ciénaga y atravieso la zona pantanosa. Aun con vida, pero impregnado de ese espantoso olor característico de los baños, por fin consigo atisbar mi objetivo.
La taquilla se ve tan cercana y reluciente como si un haz de luz me la estuviese indicando. Pero, por desgracia, alcanzarla requiere una táctica y un arrojo heroico. Como bien he dicho, cada individuo tiene su propia estrategia; unos esperan a que la marabunta de alumnos y alumnas se disuelva lo necesario para poder actuar con tranquilidad; otros, en un intento desesperado de ganar tiempo, cierran la taquilla del vecino de arriba aunque él estuviese maniobrando en ella, lo cual les proporciona tres segundos de ventaja para poder coger todos los libros y regresar a clase a tiempo, mientras por otra parte los pobres habitantes de las taquillas más altas brincan en un intento desesperado para poder apropiarse de un libro por cada salto.
Inocente de mí; me decido a recoger los libros sin estrategia alguna confiando excesivamente en mi habilidad. Por desgracia, una avalancha de libros y apuntes varios me sepultan, mientras el vecino con retintín se disculpa:
- ¡Ay, perdón! ¿Te he hecho daño? ¡Es que tengo la taquilla muy desordenada!
- ¡No, estáte tranquilo, no pasa nada!- le respondes entre dientes.
Pero lo peor es cuando te vuelve a preguntar…
- ¿Oye, perdón, me puedes ayudar a recoger esto del suelo? ¡es que no tengo manos!
Y tú, por ser cortés, le ayudas.
Vuelve a sonar la música. La marabunta de gente se disuelve en cuestión de segundos como por arte de magia, un silencio y una tranquilidad desconcertantes se apoderan del lugar. Por fin consigo alcanzar la preciada taquilla, misión cumplida.
La verdad es que a pesar de hacer la situación más excitante no le encuentro ningún otro sentido a la forma salvaje que tenemos de comportarnos entre clase y clase. Hay días que siento estar viendo un documental de la dos.
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